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Centros residenciales y su evolución durante la pandemia

centros residenciales

En el decurso de la actual pandemia, las personas mayores y, particularmente, aquellas que conviven en centros residenciales han presentado una mayor vulnerabilidad frente a la COVID-19 en comparación con otros grupos poblacionales. Entre los aspectos que explicarían porqué la enfermedad habría afectado con mayor virulencia al colectivo, destaca la presencia de comorbilidades asociadas a la edad que, a su vez, padecerían muchos residentes y por las que las personas con diversidad funcional también se habrían visto afectadas. En base a los últimos datos reportados por las comunidades autónomas al Ministerio de Sanidad, a día 23 de junio, hasta tal fecha un total de 18.883 residentes perdieron la vida como consecuencia de la enfermedad epidémica. La cifra, no obstante, era posteriormente actualizada por el Instituto de Mayores y Servicios Sociales (IMSERSO), elevando tal número hasta los 20.268 decesos, de los que un 51% estarían confirmados mediante una prueba diagnóstica y el resto mostrarían compatibilidades con la enfermedad. Pese a la elevada mortalidad registrada en los primeros meses del brote, el “Informe final del grupo de trabajo de COVID-19 y residencias” elaborado en el seno de la Comisión Delegada del Consejo Territorial, revela cómo la epidemia habría reducido su mortandad en los centros residenciales desde entonces.

Realizando una comparativa entre lo que se conoce como primera y segunda oleada, los expertos señalan un cambio de tendencias entre ambas, habiéndose percibido una evolución más favorable para los residentes de este tipo de centros con el transcurso del tiempo. Así pues, si en el periodo establecido entre el 10 de marzo y el 9 de mayo (primera oleada), el exceso de mortandad registrado por el Sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria (MoMo) era de un total de 44.593 ciudadanos, anotando en el caso de la población mayor de 75 años hasta 37.227 personas fallecidas más que las esperadas, entre el 10 de julio y el 29 de octubre (segunda oleada) la mortalidad excesiva acumulada en personas por encima del umbral de los 74 años bajó considerablemente hasta situarse en los 12.391 fallecidos. Como respuesta a esta importante variación en apenas cuestión de meses, el informe apunta que esta sería el resultado de haber procedido a una mejora en las capacidades diagnósticas, a las que, a su vez, habría acompañado la adopción de medidas pertinentes para evitar su propagación en unos espacios que, dada su naturaleza, serían consideradas como instalaciones de alto riesgo. En este sentido, los centros sociosanitarios cumplirían cuatro de los cinco indicadores para determinar si un espacio debiera ser clasificado como crítico, siendo estos: contacto estrecho y prolongado; espacios cerrados; ventilación escasa; concurrencia de muchas personas; actividades incompatibles con el uso de mascarillas (único punto que no cumpliría).

Pese a que en los últimos meses los focos de infección principales se habrían dado en los entornos familiares y sociales, reduciéndose los contagios en el ámbito residencial, las consecuencias de la epidemia son todavía especialmente graves en el colectivo. El repunte de casos en las últimas semanas demanda que no bajemos la guardia ante lo que se ha convertido en la mayor crisis de las últimas décadas, y para la que es necesaria establecer una estrategia de actuación conjunta mediante la que proteger a los más vulnerables. Es por ello, por lo que entre las lecciones aprendidas los expertos señalan la importancia de actuar con una única guía ante el menor síntoma que se detecte. La sintomatología en las personas de mayor edad puede ser muy variada y por tanto, hay que saber reaccionar a tiempo. “La amenaza por tanto sigue estando ahí y la evitación del contagio de las personas con mayor vulnerabilidad ante el virus es un elemento crucial para salvar vidas y para evitar la congestión del sistema sanitario”, señala el informe.

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